Ahora que estamos llegando al
final del Procés, se pone de manifiesto que todo él ha estado trufado de
mentiras, piadosas en unas ocasiones y épicas en otras, según conviniera en
cada ocasión. A estas alturas, quien más y quien menos ya sabe que no habrá
independencia ni a corto ni a medio plazo. Toda la parafernalia propagandística
y panfletaria ha quedado en agua de borrajas y, por tanto, hay que acomodarse a
la realidad.
Hemos pasado de una pretendida
unilateralidad exultante a una bilateralidad como mal menor que tampoco va a
existir. Nos deberemos conformar con que no nos recorten más y no se re
centralicen competencias transferidas. Ha quedado demostrado que la capacidad
coercitiva para impedir la vulneración de la legalidad es mucha y muy efectiva.
Lo que si se ha logrado es una
sociedad más dividida que nunca, las instituciones intervenidas, un descrédito
generalizado de la política catalana que se tardará años en superar y una
situación económica en grave riesgo de recesión.
El Procés no va a salir
gratis. De momento, hay cuatro líderes en prisión y otros huidos. En los
próximos meses veremos como los responsables de esta irracionalidad, uno tras
otro, pasan por el Tribunal Supremo y algunos son inhabilitados. Después en
otoño llegará el juicio y entonces las lamentaciones y el crujir de dientes
serán de los que hacen época.
Es verdad que más pronto o más
tarde las partes enfrentadas deberán sentarse a dialogar, negociar y pactar,
sí. Ahora bien, eso no debe ser excusa para que quien tenga cuentas con la
justicia por saltarse la legalidad las pague. Tampoco debería quedar en el
cajón del olvido que lo que subyacía en todo este aquelarre es, en realidad, un
nacionalismo étnico, cargado de rencor hacia el vecino y de desprecio hacia más
de la mitad de la ciudadanía.
Los secesionistas nunca han
entendido que no se puede construir un país sin tener en cuenta al 52% de la
población. Aunque esa mitad sea de orígenes diversos y tenga lenguas maternas
distintas. Les ha fallado la estrategia, se equivocaron en la táctica y han
demostrado un desconocimiento absoluto de la realidad del país.
Seamos razonablemente
optimistas y pensemos que, al menos, han aprendido lo que es un Estado. Como
escribía el siempre lúcido Lluís Bassets en un artículo publicado días atrás en
El País: “El gobierno de Rajoy será tan inepto, corrupto y derechista como se
quiera, lo es, ciertamente, y merece la mayor reprobación, pero el Estado es
mucho más que Rajoy, que el PP y que el Gobierno. Viene de lejos y su fuerza
deriva, entre otras cosas, de que es reconocido como tal de sus pares, iguales
que el español en el monopolio legal de la coerción para su supervivencia y
para el mantenimiento de la unidad territorial”.
En estas circunstancias, hay
que volver a gobernar en el nivel autonómico respetando la Constitución y el
Estatuto, justo lo que no se ha hecho en los últimos tiempos. O, dicho de otro
modo, volver a los tiempos previos al Procés, pero sin el prestigio y el
respeto que entonces se tenía por Cataluña y los catalanes, porque algunos lo
han dilapidado de forma irresponsable.
Cataluña no puede seguir en un
standby indefinido. Del mismo modo que la inmensa mayoría de ciudadanos nos
damos un madrugón cada mañana para cumplir con nuestras obligaciones y seguir
adelante, los políticos que dicen representarnos se han de dejar de milongas,
aceptar la realidad y ponerse a trabajar. Como decía Guerra
(el torero): “lo que no pue ser no pue ser y además es imposible”. Pues eso, Digan
lo que digan, Carles Puigdemont no será de nuevo president de la Generalitat.
No es muy difícil de entender.
El país no puede seguir
inmerso en este colapso institucional, político y social durante mucho más
tiempo, el futuro no espera. Llegados a este punto, quizás habría que explorar
la vía de un president alternativo sin mácula con la justicia y un Govern de
técnicos como propuso, tiempo atrás, Andreu Mas-Colell. En estos momentos, una
vía pragmática y respetuosa con las normas establecidas daría serenidad a la
sociedad, calmaría los ánimos del empresariado, serenaría a la clase
trabajadora y haría posible que los inversores se replantearan volver a
Cataluña.
Todo eso es lo que necesitamos
para empezar a salir de este mal sueño.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies 05/02/18
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