Cuando faltan pocos días para la celebración de las
elecciones autonómicas catalanas del 27 de septiembre, se pueden ver, por los
pueblos y ciudades de Cataluña, las paredes embadurnadas de carteles –cosa, por
cierto, que va contra las normas, puesto que hay lugares dedicados
explícitamente a la propaganda electoral-, tan sugerentes como los que dicen: “sí a un
país on tothom arribi a final de mes; si a un país que parli de tu a tu amb el
socis eurperus; si a una Catalunya que doni feina als joves”, y otras lindezas
por el estilo. Como si los ejecutivos autonómicos que nos han gobernado hasta
la fecha, fueran ajenos a las circunstancias políticas y sociales que estamos
viviendo.
En suma, para los nacional soberanistas, lo malo que
nos sucede siempre es culpa de otros y en una Cataluña independiente todo sería
tan fantástico y maravilloso que hasta los perros se acabarían atando con
longanizas, o casi.
Sin embargo, la realidad es mucho más prosaica. David Cameron, primer
ministro británico, en una reciente visita a España dijo que los planes
independentistas de Artur Mas para Cataluña dejarían a esa Comunidad fuera de
la Unión Europea y la situaría a la cola de otros países candidatos que quieren
negociar su ingreso.
Por su parte, Jean-laude Piris, director general del
Servicio Jurídico de la UE de 1998 a 2010, escribía en un brillante artículo
publicado en El País (29/08/15) que aquellos que mantienen que la UE
incorporaría a una supuesta Cataluña independiente demuestran un
desconocimiento craso tanto del derecho aplicable como de las realidades
políticas en los Estados miembros de la UE.
Suponiendo –que ya es suponer- que aquí unos
descerebrados proclamasen una declaración unilateral de independencia) (DUI) y
se solicitase la integración de Cataluña como miembro de la Unión, tan solo se
podría admitir la candidatura si cumpliese determinadas condiciones, tales como ser un Estado europeo
o tener en cuenta los criterios de elegibilidad acordados por el Consejo
Europeo. Pues bien, para poder ser reconocido como tal, sería necesario que a
Cataluña la reconocieran los 28 Estados miembros de la Unión. Bastaría que uno
solo negara ese reconocimiento para que el mismo no se llevara a cabo, como
reza el artículo 49 del Tratado de la
Unión Europea (TUE).
Más claro agua.
En cuanto a la vertiente más política del asunto, es
obvio que por sentido común, ningún país de nuestro entorno dará soporte a un
proceso secesionista, aunque sólo sea para evitar posibles contagios en el
jardín de su casa.
Algo similar sucedería con las pensiones. El letrado
de la Administración de la Seguridad Social, José Domingo, sostiene que la
creación de una frontera entre Cataluña y España conllevaría empobrecimiento,
despoblación y envejecimiento demográfico para Cataluña, lo que se traduciría
en pensiones más bajas.
Es evidente que un sistema de Seguridad Social es
algo tremendamente complejo y, en consecuencia, resulta imprescindible regular
perfectamente la financiación, quienes son los sujetos a proteger, cuales las
prestaciones, y cuales los requisitos que dan derechos a las mismas entre otros
asuntos no menores. Asimismo, sería
interesante saber cómo se calcularían las pensiones de los catalanes, de dónde
saldría el dinero para pagarlas, cuál sería el nivel de protección social, o
bien si la gestión de esa teórica Seguridad Social sería pública o privada. Son
cuestiones que los nacional soberanistas no han explicado jamás. Como mucho han
dicho que las pensiones en una Cataluña independiente podrían ser más elevadas
que las actuales, sin razonar ni cómo ni
por qué.
Por otra parte, es verdad que Cataluña transfiere
dinero a otras comunidades (éste es el cacareado tema de las balances
fiscales). Ciertamente hay que buscar soluciones, que haberlas hay las. Ahora
bien, no es menos cierto que las mencionadas balances fiscales tiene una
conexión muy profunda con las balances comerciales.
Según el Centro de Predicción Económica, financiado,
por siete comunidades autónomas, según un informe publicado en julio de 2015,
Cataluña fue la autonomía con un saldo más positivo (unos 14.700 millones de
euros en 2014) en las transacciones comerciales con el resto comunidades autónomas.
¿Alguien es capaz de pensar qué con una independencia de por medio en Cuenca o
en Villanueva de los Caballeros (pongamos por caso) comprarían de igual manera
los productos provenientes de Cataluña, al menos a corto y medio plazo? ¿Estarían
dispuestas las empresas asentadas en nuestro país a renunciar a un mercado
potencial de casi 40.000 millones de personas qué es España?
De eso no nos hablan ni desde CDC ni ERC ni la CUP.
Tampoco hacen comentarios al respecto los fenómenos que encabezan la candidatura
de Junts pel Si, Raul Romeva, Carme Forcadell o Muriel Casals.
De igual manera omiten los fervientes defensores de
la segregación que la deuda pública de Cataluña se situaría entre el 80 y el
105 % del PIB, según expertos independientes, tras una hipotética separación.
En unas elecciones libres cada formación política puede
y debe presentar las propuestas que
considere más adecuadas para captar el interés de los ciudadanos y lograr que éstos
con su voto les otorguen la confianza, faltaría más. Ese uno de los pilares de
la democracia. En efecto, sin embargo, no todo vale y la oferta de cualquier
organización ha de estar basada en la verdad, en la honestidad y en la
sinceridad. Ser independentista es
legítimo, pero mentir para lograr un puñado de votos es además de inmoral
indecente. No obstante, en los últimos tiempos, lo uno y lo otro, se lleva
mucho en Cataluña.
Bernardo Fernández
Publicado en Crónica Global 11/09/15